Publicado en: De vuelta del Eo (1960) ; Las Riberas del Eo? (sin localizar)
Cuando se viaja en el amanecer, al despuntar el alba, se experimentan goces de calidad. Uno deja, con nostalgia, la cama caliente y acariciadora en la noche que concluye. Pero tiene la compensación de que ha de ser espectador del nacimiento de un nuevo día. Que es, siempre, algo notable. Yo veo este nacimiento con frecuencia.
Al salir el sol la naturaleza toda se expande y se pone en pie. Lo vivo se despierta del letargo nocturno y se despereza. El sol con su calor y con su luz excita la vida de cada ser que resbala, sucediéndose, hacia la muerte.
En un viaje, a esas horas, se ve la mar. Por arriba y por abajo. En el cielo y en la tierra. En estos días invernales siempre me llamó la atención un humo de hoguera que se percibe sobre las copas de los árboles. Y ya desde la lejanía.
Más o menos próximo a la carretera, en las anchuras de un camino real o en un abertal, hay un campamento de gitanos.
Allí están esos seres aventureros que hacen “camping” a base de carromato y de jamelgo.
Los gitanos no son unos turistas. Estos hacen vida de campo ocasional y veraniega. La gitanería duerme a cielo abierto lo mismo en las noches tibias del verano que en las frías e inclementes del invierno.
A uno, al acercarse y ver el campamento, se le arruga el alma. Se ve que allí han pasado la noche y, en el seno de la intemperie han dormido. ¿Qué cosas?
Pero el gitano viejo ha madrugado y ha encendido una hoguera. Si se quiere, el hogar sin chimenea. Y, entretanto, los demás duermen. Duerme el churumbel, duerme la gitana de pupilas negrísimas que algún día nos echará la buenaventura con aire y donaire de faralaes. Dentro del carromato, unos. Otros debajo, entre las ruedas. Cae un breve toldo hacia un lado.
Se ve, no lejos, suelto, queriendo comer en una sebe, al caballo tirador. Hay un perro atado al radio de una rueda. Se ven algunas ollas y cacerolas negras como boca de lobo. Algún haz de mimbres está tirado por el suelo. Hay un cesto comenzado a tejer.
Toda la ropa que se les ve tiene flecos de harapo. Todo está sucio y negro por mor del polvo de los caminos. Aquello, en su conjunto, parece el más hondo aguafuerte de la vida.
Los gitanos han dormido al raso, al sereno. Sólo iluminados – y es mucho – con luz del cielo, que es luz de Dios, luz de estrellas, luz de luna.
En este amanecer el paisaje con todos sus verdores está enharinado por la helada. Todo está cano. En las pocitas que hay en las huellas de las pisaduras está él cristal de los carámbanos. El suelo se nota duro, también helado. Sólo se ve entre tanta blancura la enorme fuerza poética de la flor del tojo. Que es de una amarillez bruñida, de oro puro.
Cuando el sol sale con sus rayos casi horizontales aquello empieza a demudarse de color. El hielo, poco a poco, se deshace en agua. Y en haz de las hojas de yerba hay tal cual arco iris. Que, claro, centellea.
Las sombras de los árboles son sumamente alargadas. Parece que no se acaban. Hay grandes contrastes de luz y oscuridades.
Desde el coche de línea se ve el despertar gitano. Y su presencia se delata con anticipación, como dije, por el humo da la hoguera. A menudo hay que ver esto en visión fugaz, a través de un bosque de pinos. Estos están con sus troncos verticales, color siena tostada, y limpios. Y se suceden unos a otros como si huyeran por efecto de la ilusión que da la velocidad. Se ve aquello con imágenes impresionistas, sucesivas, de cine.
Ya se ha levantado la familia gitana. El caballo huesudo y de pelo largo se encaja entre las varas del carromato. Suena el trallazo de arranque.
¡Ahí vienen los gitanos!
ALEJANDRO SELA