Los vaqueiros de alzada

El Progreso de Asturias

Publicado en: El Progreso de Asturias. 26-5-1961

Hay una zona de tierra asturiana que tiene un particular interés histórico, En ella vivieron los famosos vaqueiros. Los vaqueiros de alzada.

Se acepta comúnmente que esa zona está comprendida entre los ríos Nalón y Navia. Sin que esto quiera decir que no hubo vaqueiros fuera de ella. Los hubo, pero en mucha menos densidad.

El núcleo vaqueiro abarca, poco más o menos, estos concejos: Belmonte, Cudillero, Navia, Tapia, Luarca, Salas, Tineo y Villayón.

Los vaqueiros dieron mucho qué hablar. Porque son, sin duda, lo más típico, lo que da más carácter a Asturias.

Vivían, dentro de los límites señalados, en las brañas. Es decir, en las alturas, fuera de la costa. Había brañas bajas y brañas altas. El invierno lo pasaban en las primeras y el verano en las últimas.

Se dice que formaban una agrupación racial. Pero con caracteres lo suficientemente borrosos para que no se distinguieran mucho del resto de los asturianos. Su origen no se sabe ciertamente. ¿Eran moriscos?, ¿normandos?, ¿celtas? Estos últimos han dejado rastros evidentes de su paso por Asturias. Antes, claro está, de la Era Cristiana.

Los vaqueiros, con el perfil que se les conocía en el siglo pasado, ya existían en el siglo VIII. Hay documentos que lo acreditan.

Vivían, fundamentalmente, de la ganadería. Ganado vacuno y lanar.

El motivo del éxodo veraniego hacia las montañas era la escasez de pastos. En las brañas bajas lo pasarían mal los ganados. En el verano, las alturas, limpias de nieve y de la hosquedad del clima, tenían pastos abundantes y muy ricos para que las vacas, dieran leche mantecosa.

Eran, los vaqueiros, gentes muy pobres. Hacían una vida sobria y elemental. Sus casas valían poco. Una parte, en algún caso circular, cubierta de losas o tapines. Y en su interior, a un lado el hogar y al otro el establo. En sus lechos, con colchones rellenos de hojas secas o de yerba, dormían de mala manera. Con la leche recogida hacían requesones, natas y mantequilla. Con la lana de las ovejas, con rueca y huso, hilaban. Y en las noches invernales se reunían en filandones, donde se contaban cuentos y se decían adivinanzas.

Por San Miguel de Mayo toda la familia cogía su ajuar y sus ganados y subían a las alturas. Sobre el testuz de las vacas, entre los cuernos, colocaban sus ropas y menaje. Y en algunos casos el berzo, cuna del niño que se criaba.

Por San Miguel de septiembre retornaban, bajaban. Entretanto las casas de las brañas bajas quedaban solas.

Su vida era, pues, eminentemente pastoril. Dura y poética, Verdadera, siempre. Y no ideal, de ficción. No como sucedía en lo bucólico literario, al estilo de La Diana de Montemayor y la Galatea de Cervantes, por ejemplo. Todos sabemos que esto era pura literatura.

En las tierras próximas al mar no vivían vaqueiros. Vivían los marineros y los aldeanos. Ocurría que en las alturas también había pueblos que no eran vaqueiros.

Unos y otros se llevaban mal. Los vaqueiros eran considerados por los otros como gentes odiosas, despreciables. Como una raza inferior. Esto, naturalmente, les dolía. En las iglesias – eran católicos – tenían para oír misa, un lugar acotado por una viga. Fuera de él, con esa separación, se colocaban los aldeanos. Y en las procesiones no podían llevar las andas de los santos. Y en los cementerios tenían un lugar aparte para ser enterrados.

No se casaban unos con otros, no se mezclaban entre sí. A veces, sin embargo, el amor les hacía una mala pasada. Y entonces había refriegas al estilo de capuletos y montescos. Había vaqueiras tan hermosas, encantadoras, que los mozos aldeanos derribaban las lindes de casta por menos de nada.

Los vaqueiros eran fuertes y decididos. Falta les hacía. Para defender sus ganados tenían que luchar con el peligro en permanente acecho, el oso y el lobo, verdaderas fieras que siempre hubo en Asturias para que lo idílico tuviera su contrapunto. Siempre han tenido en estas tierras las fieras y las alimañas lugares codiciados para el cobijo. Bosques de robles, castaños, fresnos, ansos, etc. y por medio de ellos, en profusión, tojos, helechos, zarzas, espinos, acebos…

Pues bien, por lo dicho, se comprende que los vaqueiros, en cierto modo aislados, tenían que tener sus hábitos y sus costumbres propios. A su estilo tenían una cultura. Una cultura realmente rústica, si así se puede decir. Pero llena de sinceridad, de ingenuidad.

Desde fines del siglo último, las diferencias entre aldeanos y vaqueiros puede decirse que han desaparecido, y todos están en régimen de igualdad. Las familias viven estabilizadas en sus caseríos. El sistema de vida ganadera se ha modificado sustancialmente.

Pero lo vaqueiro, quedó. Lo bueno. Los cuentos, las adivinanzas. Y sus músicas y bailes. Y también, cómo no, sus supersticiones, siempre llenas de encanto y sencillez.

Vestían a su modo. Montera, camisa de lienzo, chaqueta, jubón, botones relucientes, calzón y madreñas o zapatos, ellos. Camisa rayada, justillo, chaqueta con faldillas, manteo, pañuelo blanco al cuello y albercas o zapatos, ellas, En fin, sus trajes eran vistosos y artísticos.

Mozos y mozas iban a las fiestas. Pero formaban corro aparte. Sus bailes eran suyos. Sus canciones de ellos. Todo vaqueiro, sin trampa y sin mixtificación, Todo puro, formado en el crisol de los siglos.

Instrumentos de sus músicas eran una sartén que se golpeaba con una llave. Y un pandero.

Sus cantares eran de humor. Y, con frecuencia, de amor.

Véase:

 Vaqueiro, chincheiro 
de mala nación
comiste las papas
dixiste que non;

Comiste la lleite
dixiste que si,
vaqueiro, chincheiro
mal año pa ti.

El siñor cura non baila
porque diz que ten corona;
baile, siñor cura,baile,
que Dios todo lo perdona.

De la Espina para Oviedu
un carretero cantaba
al son de las campanillas
que su machito llevaba.

Vaqueirina, vaqueirina
non baxes por agua al río
que detrás de aquella peña
está el vaqueiro escondido.

Allá arriba, naquel altu
hay una nina vaquera;
quien fuera pastor de vacas
para guardarlas con ella.

Si quieres que yo te quiera
quita, galán, el sombreiru
y ponte la monterita
rodiada de terciopelu

Navia, 1961. Alejandro Sela