Publicado en: Inédito
28 de septiembre de 1958. Día de Nuestra Señora de Villaoril. Sol de otoño, claro, radiante…
Hacia las doce de la mañana llegamos a Villaoril. Otros habían llegado antes. Coches de diferentes clases – turismos, autobuses, y “Ferias, pistas y mercados” – confluyen en el lugar. Un par de guardias civiles ordenan el tráfico.
Por una pequeña carretera subimos, a pie, al campo de la fiesta. A ambos lados, tendidos en las cunetas, pobres pedigüeños imploran la caridad. Y nos asaetean con las frases doloridas de su repertorio. Todos, o casi todos, son lisiados. Al que no le falta una pierna le faltan las dos. Otro no tiene brazos. A uno le falta un trozo de carne en el pecho. Allí tiene una llaga…
Cada uno tiene delante, tendido en el suelo, un pañuelo mugriento, sucio, y deshilachado. En él vamos depositando los romeros nuestra limosna, cada uno según su corazón. Abundan los donantes de calderilla, esa moneda ligera que, en el suelo brilla como la luna. En algún pañuelo hay una rubia. Esta brilla como el oro…
El campo de la fiesta ya se ve lleno de gente. Robles viejos, acacias y espinos ensombrecen el lugar. A través de sus copas se cuelan algunos rayos de sol. Y proyectan sus amarillos en la verdura del prado. Hay infinitos puestos de bebida. Tenderetes y puestos de venta de todas las cosas. Frutas, confituras, avellanas, empanadas, collares de castañas,… Un caballero lleva su “establecimiento” colgado ante el pecho, en forma de bandeja y repleto de mercancía. Y con la boca y las manos hace la propaganda del artículo. Es
Don Nicanor
tocando el tambor
A un lado del campo está la capilla. Se la ve, a esa hora, repleta de romeros. Y entorno a las puertas – tiene dos – la gente se aprieta, se ve apiñada. Hombres descubiertos y mujeres cubiertas con pañuelos de bolsillo se hacen la ilusión de que oyen la misa que no ven. La fe lo puede todo… Los de dentro y los de fuera, sudan el Nilo…
Sale la procesión. Un hombre encaramado en una pared, empieza (sic) potentes cohetes. Humo de pólvora quemada se desvanece en las alturas. Una música acompasada suena en el cortejo. Un pendón en la avanzadilla, tremola ligeramente sus telas. Hay en las gentes que siguen un gran recogimiento.
La Fuente Santa está cercana. Hay un pequeño recinto de piedra que está en una hondonada con forma de anfiteatro. Por su fondo pasa un riachuelo regador de prados. En su altura hay maizales ya con colores otoñales. Y montes con pinos y castaños. En torno, la gente, como puede se van asentando, unos están de pie, otros, sentados.
Bajan a la Fuente la Santa. De frente a sus caños, se para. Cuatro mozos la sostienen. En frente hay un crucero de piedra silícea. Cuatro camelios, ahora sin flor, adornan el sitio. Callan los cohetes. Las velas se apagan. Silencio…
Un padre franciscano de barbas y con hábitos color chocolate, toma la palabra…
El anfiteatro natural está repleto de gentes de los más varios colores. Nadie se mueve. El cielo se puso azul. No se ve ningún algodón de nube. La Virgen con su albo manto tiene en sus manos un rosario. Hay, en los presentes, una indudable emoción. Los cuerpos parece que se disuelven en franco espíritu.
El padre invoca las excelencias de la Mujer Única. Exalta su sermón con palabras del más excelso poeta:
…/…
la música callada
la soledad sonora
la cena que recrea y enamora.
…/…
(“Cántico” de San Juan de la Cruz)